4 de diciembre de 2008

Solesilla



Ésta no es la sillita de la reina, que nunca se peina, ni la de la que sí lo hace; tampoco, la última silla del juego de las sillas. No es la ganadora, no es la mejor ni las más hermosa; ésta es una silla corriente, pequeña y humilde que en nada se diferencia de las demás, o quizás sí…


Solesilla, así la llaman en el barrio, apareció hoy hace dos años, en la esquina de la calle Cura la Junta. Alguna pareja, estando de mudanzas, debió dejarla con otros muebles pero a ella, a diferencia del armario, el diván, el televisor o el somier, no se la llevó nadie, ni siquiera los okupas de la zona.


—Buenos días, Solesilla. ¿Qué tal estás hoy? —le preguntó la Sra. María sentándose en ella—. Hoy es ocho de mayo, un día triste, ¿no? Parece mentira, a estas alturas sigo sin entenderlo. No estás en mal estado, tu madera se conserva bastante bien y apenas tienes carcoma.

—No se preocupe, Sra. María.

—Si por mí fuera te hubiera subido ya a mi casa pero ya sabes cómo es Paco, odia estas cosas, dice que solo la “gentuza” recoge cosas de la calle…

—Estoy bien.

—Bueno querida, tengo que hacer la comida, que luego los niños me llegan tarde al trabajo. Desde que Cecilia se separó de su novio, come todos los días en casa y yo, encantada, la verdad; le hacía falta engordar unos cuantos kilos, se estaba quedando en los huesos por culpa de ese maldito chico. Y José dice que no puede pasar sin las comidas de su mami preferida. Ais, ¡me van a matar entre todos!

—Y usted, bien contenta de tenerlos en casa. Que pase un buen día, Sra. María.


Después de cenar, con la excusa de la basura, la Sra. María se cambia de zapatos, baja a la calle y se sienta sobre Solesilla.


—Es que no lo entiendo, me da pena. ¡Siempre tan solita..! Tanta soledad, Solesilla, no puede ser buena, te lo digo yo.

—No estoy sola, Sra. María; puede que no lo vea, pero después de usted, viene la Sra. Roberta con su pequeño chiwawa, el Sr. Ramón y el Sr. Agustín, Lili y sus amiguitas de clase, la Sra. Maribel, los García, el pequeño Eduardo con la Sra. Cristina, el niño de las rodillas siempre sucias, el Sr. Javier, el Quiosquero, Martín y su teléfono móvil, la novia de Martín, los Martínez… y hace solo un par de minutos estuvo conmigo Sofía, que se iba de fiesta con sus compañeros de clase. Todos ustedes y sus historias hacen que me sienta la silla más querida del mundo. No estoy sola, ustedes están conmigo, y eso me hace sentir especial.

—¿Y quien dijo que no eras especial? Siempre lo has sido, Solesilla, pero nunca te lo has creído.


A los diez minutos, el Sr. Paco, impaciente, se asoma al balcón.


—¡María! ¿Subes o no? Deja a la silla en paz ya de una vez y sube a hacerme un café con leche, mujer.

—Mi Paco no sabe vivir sin mí, pobrecito. Que descanses, Solesilla.

—Hasta mañana, Sra. María, descanse usted también.

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